Desastres: de la gestión de crisis a la reducción de riesgos
Por Enrique Provencio
De Foreign Affairs En Español, Abril-Junio 2006

Resumen: Desde 1994 los desastres naturales están aumentando en magnitud, complejidad, frecuencia e impacto económico. Las medidas para contrarrestarlos deben pasar de ser meramente reactivas a preventivas, principalmente con la creación de un sistema que se base en la reducción de riesgos. México, a pesar de su experiencia, aún carece de este sistema. El presente debate internacional sobre estos temas da pauta para incluirlo en su política de desarrollo: ejemplo que deberán seguir países de todo el mundo, sobre todo los pobres, los más vulnerables.

Millones de familias aún honraban a sus más de 250000 muertos por el tsunami asiático del 26 de diciembre de 2004, cuando los representantes de 160 países se reunieron el 18 de enero de 2005 en Kobe, Japón, en la Conferencia Mundial de Reducción de Desastres de la ONU. Los resultados de la conferencia pusieron al día una visión que se venía documentando desde la década anterior sobre el aumento sostenido de los desastres y la necesidad de renovar las estrategias para prevenirlos y atenuar sus consecuencias.

Meses después, el 16 de mayo, la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos y otras agencias lanzaban un pronóstico que resultaría puntualmente acertado: la temporada de 2005 tendría más huracanes de lo normal en el Atlántico Norte. Lo confirmaron, entre otros, el ya célebre Katrina que inundó Nueva Orleáns, el Stan, que causó en el sureste mexicano los daños económicos más cuantiosos por un desastre desde el terremoto de la ciudad de México en 1985, y el Wilma, que el 19 de octubre fue calificado como el huracán más poderoso que se haya registrado en la historia, y cuyo impacto en la Península de Yucatán y sobre todo en el centro turístico de Cancún superaría al del Stan.

Este annus horribilis confirmó lo que varias evaluaciones venían mostrando al menos desde 1994: los desastres están aumentando en magnitud, complejidad, frecuencia e impacto económico. Sus consecuencias son cada vez más graves para la supervivencia y el desarrollo de los países pobres y también plantean nuevos efectos para países ricos: la vulnerabilidad es creciente por causas diversas, y se estima que la tendencia se mantenga, e incluso se agrave, ante la posibilidad de cambios no lineales que introducirían dimensiones aún más preocupantes pero que todavía no están bien estimadas. Los grados de certidumbre sobre tal comportamiento difieren según los tipos de amenazas naturales, las regiones y las variables sobre las que se intente pronosticar, pero las pruebas en conjunto son ya bastante consistentes para mantener y reforzar la alerta.

México se ubica bien en esas tendencias, aunque no para todos los efectos de los desastres. El parteaguas de la respuesta mexicana en este tema fue sin duda el gran sismo del 19 de septiembre de 1985, que generó múltiples respuestas, entre ellas: la organización paulatina de un sistema formal de protección civil, con base legislativa y organizativa e incluso financiera; la creación de un centro de investigación especializado; la realización de estudios; la formulación de programas, y la disposición de medios diversos para la prevención y atención oportuna de los desastres. Se generó también una actitud social y política que, aunque muy diversa y con presencia intermitente, ha sentado bases para mejores respuestas colectivas ante los viejos y nuevos riesgos por tantos fenómenos perturbadores a los que estamos expuestos.

Éstas y otras medidas, sin embargo, se fueron adoptando más como una reacción ante la condición anterior de normalidad, en la que el desastre más bien era percibido a partir de sus componentes naturales y además como eventualidad biofísica que, salvo en los fenómenos sísmicos y otros geológicos, podía ubicarse con ciertos parámetros de regularidad. Desde entonces han cambiado al menos dos aspectos fundamentales: uno es que se valora más el componente social y humano que puede estar detrás de los desastres, lo que algunos llaman "construcción social de riesgos", y otro es que esa regularidad biofísica ya ha cambiado, aunque no se aprecie todavía bien cuál es la nueva normalidad. Mientras tanto, siguen y seguirán presentes algunas amenazas naturales que todavía no pueden pronosticarse, así como algunos imprevistos o accidentes en procesos sobre los que tampoco hay todavía un control tecnológico u organizativo que pueda considerarse total.

La respuesta mexicana ante el desastre, y en específico la respuesta gubernamental, ha ido adaptándose sólo en parte a ese cambio, sobre todo en dos aspectos: uno tiene relación con la mayor sensibilidad y eficiencia en las operaciones de alerta, de emergencias y de reconstrucción; el otro está vinculado con la mejor atención a las consecuencias económicas, tanto en la reconstrucción de infraestructura como en el apoyo a poblaciones afectadas. Si bien cubren una parte menor de los impactos, hay más fondos para emergencias y operan más ágilmente; los operativos gubernamentales se destacan cada vez más por sus logros. Por su parte, la sociedad en general y muchos grupos organizados responden más solidariamente a las necesidades de apoyo de la población afectada.

Ya se observa, sin embargo, que el sistema de protección civil se ve rebasado por desastres cada vez más recurrentes y graves. Lo que fue pensado para eventualidades no será suficiente para la condición regular de riesgos que se viene configurando. De aquí surge una consideración reformadora: se requiere pasar de un sistema de protección que nació bajo el signo de la gestión de crisis provocadas por fenómenos naturales a un sistema muy distinto que se basa en la reducción del riesgo de desastres. No se trata sólo de un cambio conceptual, que no sería despreciable, claro, sino de un rediseño de la institucionalidad asociada con el riesgo, y sobre todo a la vulnerabilidad social.

Ambos enfoques destacan la relevancia de la prevención, pero el segundo se orienta sobre todo a influir en los aspectos que magnifican los impactos por razones de imprevisión social, de mala organización, de subvaloración de las amenazas. También toma más en cuenta las dimensiones ambientales del desastre, la necesidad de proteger los servicios y funciones de soporte y regulación asociados a los ecosistemas y que se relacionan con la seguridad del entorno.

Quizá el cambio más relevante sería concebir la reducción del riesgo de desastres como parte misma de la política de desarrollo, no sólo como algo externo que puede afectar a la larga la trayectoria de una sociedad. Uno de los rasgos de la nueva situación es que los desastres afectan más las capacidades de los países pobres para mejorar su infraestructura, para incrementar activos productivos, para acrecentar los servicios educativos y de salud, y las comunicaciones. También afectan el patrimonio privado no sólo en viviendas y equipamiento, sino también en las fuentes de empleo y de ingresos. Ésta ha sido una tendencia silenciosa pero incuestionable. Se estima que a partir de 1985 y en 2000 los países en desarrollo perdieron alrededor de 13% de su producto interno bruto a causa de los desastres, y en algunas regiones y años el impacto ha sido aún más severo.

La consecuencia de desastres cada vez más frecuentes, complejos y de magnitud mayor no es sólo un daño directo sino también una lesión para el desarrollo, sobre todo para la población más pobre. De hecho, se está configurando un nuevo círculo vicioso entre pobreza, desastres y rezago económico y social, lo que agrava la vulnerabilidad y, en consecuencia, aumenta los riesgos. Cobra una gran relevancia, por tanto, identificar no sólo las amenazas naturales, sino también revalorar los factores de vulnerabilidad e incidir en ellos teniendo en cuenta también la reducción de los riesgos.

Dichos factores, sin embargo, no sólo tienen relación con las regiones y los grupos sociales más pobres; también la tienen con procesos más amplios como la desertificación y las sequías, que por cierto son de las consecuencias más probables del cambio climático, o con instalaciones estratégicas para la producción y distribución de energía, que pueden verse sujetas a mayores riesgos. Eso hay que sumarlo a las ya clásicas fuentes de riesgo tecnológico o de emergencias ambientales que, como sucede con las instalaciones petroleras, en algunos casos están provocando daños constantes por falta de mantenimiento.

Esto obliga a fortalecer sobre todo las políticas de asentamientos humanos rurales y urbanos que están en áreas de alto riesgo, las de protección y rediseño de la infraestructura y del equipamiento, y a introducir los programas de mitigación y adaptación vinculados al cambio climático. Ello supone también una revisión de los esquemas financieros con los que se está respondiendo a los desastres, pues las reconstrucciones pesan cada vez más sobre las finanzas públicas, sobre todo las locales. Las opciones basadas principalmente en el aseguramiento no son factibles masivamente para México y países parecidos, por la baja penetración de los sistemas de seguros comerciales entre la población pobre. Sin embargo, se vienen discutiendo medidas microfinancieras pensadas para proteger el patrimonio familiar en casos de desastres, que tienen buenas posibilidades de éxito.

Cambiar el enfoque y vincular la reducción de los riesgos al desarrollo supone también una modificación de las formas de organización pública, de gestión de la información asociada y probablemente del marco regulatorio vinculado a los desastres. Requiere un sentido de atención que no sólo se active en los periodos de crisis, sino que opere permanentemente en las tareas de prevención, de reducción de los riesgos, de incidencia en la vulnerabilidad social y organizativa. En ello será crucial la generalización del uso de información y sistemas aplicados localmente, para lo que hace falta un esfuerzo sin precedentes de investigación e innovación, en lo que se tienen buenas bases pero sin apoyo suficiente.

Sin embargo, ninguna reforma podría ganar la carrera a sistemas urbanos y rurales que sean cada vez más propensos a sufrir afectaciones por fenómenos naturales, sobre todo si en algunos casos éstos son más frecuentes. Esto es justamente lo que podría estar pasando en la ciudad de México, que tantas vidas perdió en el terremoto de 1985 -- alrededor de 9500 -- , y que tantas consecuencias ha tenido en el comportamiento urbano. Las respuestas más visibles que se adoptaron en el Distrito Federal son las de mejoramiento técnico y normativo para nuevas construcciones y reforzamiento de las anteriores, así como la de promoción de una cultura de protección civil.

Por lo que puede verse en una de las pocas encuestas de Consulta Mitofsky sobre el conocimiento de las políticas de protección civil en la ciudad de México, la promoción de la protección civil ha dado resultados limitados. La encuesta, de octubre de 2005, mostró que 47% de la población sabía qué hacer en casos de sismos, inundaciones o incendios, que 47% creía estar mejor preparada para enfrentar desastres, y también que 51% había participado ya en algún simulacro para hacer frente a emergencias.

Por su parte, han continuado su marcha diversos procesos urbano-ambientales que vienen afectando la seguridad de la ciudad de México a pesar de las políticas más estrictas de construcción. Por ejemplo, es bien conocido que uno de los principales factores de riesgo se deriva de los hundimientos diferenciales ocasionados por al sobreexplotación de los acuíferos. De 1985 a 2002 algunas zonas de la ciudad se hundieron un metro o más, y el proceso continúa sobre todo en áreas del noroeste, oeste y suroeste, y podría seguir así porque la ciudad ha perdido capacidad de recarga a sus acuíferos como consecuencia de la ocupación desordenada del suelo de conservación, el de más valía para la infiltración de la lluvia. Además, en esas zonas han crecido los asentamientos ubicados en zonas riesgosas.

Después de 20 años se reconocen mejor las amenazas naturales locales y se identifican mejor los factores de vulnerabilidad social, económica y ambiental que enfrenta la zona metropolitana de la ciudad de México. Sin embargo, no puede sostenerse que la llamada cultura de prevención y reducción de riesgos ya se haya arraigado. Tampoco puede decirse que exista una política metropolitana para ello, aunque la mayor parte de las condiciones de vulnerabilidad tienen un alcance para todo el Valle de México.

Aun cuando ahora las organizaciones vinculadas a la atención de desastres en la ciudad de México están más consolidadas, tienen el mismo problema que las nacionales: están desvinculadas de los organismos operativos, carecen de suficiente soporte político y de presencia pública, y no disponen de los medios tecnológicos y económicos para mantener activa la insistencia en la prevención. Éste es, por lo demás, un diagnóstico que tiene validez para casi todos los organismos responsables de la protección civil en los estados de la República. Pero no es sólo un asunto gubernamental: son pocas las empresas privadas que han asumido la prevención de desastres como una constante, y la mayoría ni siquiera se suma a los ejercicios básicos, como los simulacros, la capacitación y difusión, entre otros.

Está en curso, por fortuna, un intenso debate sobre estos temas en el mundo entero. Es buen momento para revisar la experiencia nacional e iniciar las reformas desde los viejos esquemas de la protección civil y la gestión de emergencias, a la reducción de riesgos y la atención de la vulnerabilidad.

Enrique Provencio dirige la Procuraduría Ambiental y del Ordenamiento Territorial del Distrito Federal. Ha sido subsecretario de Planeación y presidente del Instituto Nacional de Ecología de la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales. También ha sido profesor e investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México y de otras universidades.


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